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Al frente de Jerusalén puse a mi hermano Hananí y a Hananías, el comandante de la ciudadela, que era un hombre digno de confianza y más temeroso de Dios que muchas personas. Les dije que no debían abrirse las puertas de Jerusalén hasta bien entrado el día, y que debían cerrarse y asegurarse estando en sus puestos los de la guardia. También nombré vigilantes entre los mismos habitantes de Jerusalén, para que vigilaran, unos en sus puestos y otros frente a su propia casa. La ciudad era grande y extensa, pero había en ella poca gente porque las casas no se habían reconstruido.

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